HECTOR Y
AQUILES
La
"Ilíada" es el más antiguo poema épico de la literatura universal. Lo
compuso, hace tres mil años, un anciano poeta ciego, llamado Homero, gloria de
Grecia. Y los rapsodas, sus discípulos, lo cantaron por los caminos y los
campamentos, conservando para la inmortalidad, por la belleza de su palabra, el
recuerdo de los dos grandes héroes de la guerra de Troya: Aquiles, el de los
pies ligeros, y Héctor, domador de caballos.
Hace
nueve largos años que el ejército griego acampa, junto a sus negras naves,
frente a las murallas de Troya. Durante tanto tiempo sobre la franja de tierra
que se extiende entre las murallas y el mar se han desarrollado centenares de
combates, donde se han mezclado héroes y dioses, sin que la victoria acabe de
decidirse por unos ni por otros.
Fuertes
son los griegos de largas cabelleras; los dirige Agamenón, rey de hombres, y a
su lado combaten los más brillantes héroes de las islas: el gran Diomedes, de
indomable valor; el gigantesco Ayax, de ancho escudo; el prudente Ulises, rico
en sabiduría, y el héroe de los héroes, Aquiles, el de los pies ligeros, hijo
de una diosa del mar, que al nacer lo bañó en fuego celeste, haciendo su cuerpo
invulnerable al hierro, excepto el talón por donde le tenía cogido al
sumergirle en el baño.
Pero
fuertes son también los troyanos, de tremolantes cascos, endurecidos en el
largo asedio. El venerable Príamo, de barba blanca, es su rey. Con ellos
combaten el divino Eneas, que ha de fundar el más vasto imperio del mundo, y
los hijos de Príamo: Paris, el más bello de los hombres, y Héctor, domador de
caballos, el héroe amado de su pueblo, cuya poderosa lanza ha sostenido la
esperanza de los troyanos durante los nueve años de lucha.
Los
dioses olímpicos también toman parte en el combate, protegiendo con su
invisible poder a uno y otro campo. Minerva, la de los ojos claros, diosa de la
sabiduría, y Juno, reina del nevado Olimpo, combaten al lado de los griegos. La
blanca Venus, diosa del amor, y el fiero Marte, dios de la guerra, pelean al lado
de los troyanos.
La
belleza de una mujer es la causa de tan cruel guerra. Helena se llama, esposa
de Menelao, rey de Esparta, la cual fue raptada de su patria por el amor de
Paris, el brillante príncipe troyano, y permanece a su lado tejiendo tapices de
púrpura en el palacio de Príamo.
Hombres
y dioses luchan día tras días frente a los muros de Troya, y la victoria no
acaba de decidirse. Hambrientos y tristes están los troyanos, llorando el
infortunio que la belleza de helena ha traído sobre la ciudad. Y cansados de la
inútil lucha están también los griegos, que acampan junto a sus negras naves de
corva proa, cuyos maderos y cordajes se pudren carcomidos de algas y agua
salada.
Un día
el rey Agamenón injurió gravemente al héroe más valiente de sus ejércitos, al
terrible Aquiles, arrebatándole una hermosa esclava ganada como botín en la
batalla. Ante tal injuria la cólera del héroe se desató imponente y habló así
al orgulloso rey:
- ¡Tu
codicia te perderá, rey Agamenón, corazón de ciervo! Por vengar a tu familia,
ultrajada por el rapto de la bella Helena, abandoné mi patria y combatí a tu
lado. Pero si este es el trato que das a tus valientes, yo te abandono a tus
fuerzas. Ni yo ni mis esforzados mirmidones pelearemos más junto a ti. Por este
mi cetro, que antes fue árbol, lo juro; tan cierto como él no volverá a ser
verde ni a dar hojas ni frutos, tus griegos han de acordarse de mi cuando yo no
luche a su lado y caigan a centenares bajo el hierro de Héctor, el temido héroe
de Troya.
Así
habló Aquiles, el de los pies ligeros, golpeando furioso la tierra con su
fuerte cetro remachado con clavos de oro. Y dicho esto se retiró a su tienda de
troncos de abeto, adornada de escudos y pieles, y maldiciendo del rey comenzó a
despojarse de su brillante armadura, arrojó su pesado escudo y su larga lanza
de bronce, y lloró a su bella esclava con lágrimas amargas, pidiendo venganza a
los dioses.
Al
saberse estas noticias, el júbilo y la esperanza cundieron entre las filas
troyanas, al mismo tiempo que el desaliento se apoderaba de los griegos,
abandonados por el más grande de sus héroes. Muchos pensaron que allí era
acabada la guerra, y ardiendo en deseos de regresar a sus hogares corrieron
apresuradamente hacia las cóncavas naves, varadas en la orilla, dispuestos a
botarlas al mar para partir.
Pero
el prudente Ulises, empuñando el cetro de Agamenón, pastor de hombres, y
arrojando al suelo su manto, corrió hacia las naves clamando:
-
¡Deteneos, héroes y príncipes de Grecia! ¿Qué desaliento o qué miedo puede
impulsaros a abandonar así, como medrosas mujeres, el lugar donde tantos
hermanos vuestros han perecido? El triunfo será nuestro al fin y en bien corto
plazo. Un portento nos lo anunció cuando emprendimos el camino de Troya.
Recordadlo: bajo un árbol hacíamos libaciones y sacrificios a los dioses,
implorando su apoyo. De pronto un dragón rojo salió del altar y saltó al árbol,
donde había un nido de gorriones con ocho crías. La madre piaba angustiada
sobre ellos, y el dragón devoró, uno tras otro, a los ocho polluelos y a la madre,
quedando luego convertido en piedra. Esto quería decir el prodigio: lo mismo
que el dragón devoró entre gemidos a los nueve pájaros, nosotros lucharemos con
dolor nueve años. Al cabo de este tiempo el triunfo será nuestro y Troya será
destruida. Recordadlo y empuñad nuevamente las armas, héroes de Grecia. El
triunfo será nuestro; el noveno año del asedio va a cumplirse.
Dijo
el prudente Ulises, y sus palabras fueron acogidas con aclamaciones por los
griegos, que, abandonando de nuevo las naves de corva proa, vuelven al
campamento, empuñando sus lanzas y disponiendo para el combate los ágiles
caballos y los carros sonoros.
Aquel
día fue pródigo en hazañas por una y otra parte y rico en sangre de valientes.
Abrazados y revueltos yacían por tierra amigos y enemigos.
Paris,
el raptor de la bella Helena, culpable de la guerra, peleaba entre sus
enardecidos troyanos, hermoso como un dios. De sus hombros colgaba una piel de
leopardo, ceñían sus piernas fuertes grebas con hebillas de plata, su casco
tremolaba al viento las largas crines y blandía en sus manos dos afiladas
lanzas de bronce.
Al
verle en el campo, Menelao, el esposo de la bella Helena, se lanzó hacia él,
sediento de venganza, como el león contra el ciervo de enramadas astas. Pero la
blanca Venus, viendo el peligro a Paris, su héroe predilecto, lo envolvió en
una espesa nube, escondiéndole a los ojos de su adversario, al mismo tiempo que
la flecha de un arquero hería a traición a Menelao.
Héctor,
el del tremolante casco, el fuerte domador de caballos, orgullo y sostén de
Troya, sembraba el espanto entre las filas griegas. Nadie podía resistir su
empuje, semejante al del huracán en el bosque, y su hermano Paris, enardecido
por la presencia del héroe, también luchaba esforzadamente a su lado.
Tal
era el ardor de Héctor, que Minerva, la de los ojos claros, tuvo miedo de que
su brazo decidiera en aquel día la victoria, y para evitarlo infundió en su
corazón una loca soberbia, que le llevó a suspender la batalla, desafiando a
los héroes griegos a luchar contra él solo, uno por uno.
Héctor
dirigió a sus enemigos estas aladas palabras:
-Si
vuestro campeón me vence en lucha leal, sean suyas mis armas, y entregue mi
cadáver a los míos para que le hagan los honores fúnebres. Yo prometo hacer lo
mismo si el triunfo es mío.
Un
gran silencio reinó entre los griegos. Ante sus nobles palabras todos sentían
vergüenza de rechazar el desafío; pero pocos se atrevían a aceptarlo.
Agamenón
convocó a sus héroes, y nueve se adelantaron a luchar contra Héctor. Echadas
las suertes, fué designado el gigantesco Ayax; el cual, orgulloso de pelear con
tan esclarecido guerrero, avanzó hacia Héctor, guardándose detrás de su inmenso
escudo.
Héctor
arrojó su larga lanza de bronce, atravesando el escudo de Ayax; pero la afilada
punta no llegó a la carne. Entonces el gigante lanzó la suya con vigoroso
impulso, y atravesó el escudo de Héctor y la coraza, rasgándole la túnica y
haciendo saltar la negra sangre. Pero no por eso se retiró Héctor del combate;
sus manos cogieron un peñasco y lo lanzaron violentamente contra el escucho de
Ayax, que resonó al fuerte golpe como un trueno. Luego desenvainaron las
espadas, y acercándose uno a otro se disponían a seguir con ellas la lucha.
Pero la noche venía encima y los heraldos suspendieron el combate, reconociendo
el valor igual de griegos y troyanos. Entonces Héctor pronunció estas nobles
palabras:
-Suspendamos,
pues, el combate, ya que la noche se acerca. Pero separémonos como enemigos
leales, haciéndonos ricos presentes, para que los tiempos venideros puedan
decir en justicia que Héctor y Ayax han sabido pelear como leones y tratarse en
la tregua con lealtad.
Y
acercándose uno a otro, Héctor regaló a Ayax su espada guarnecida con clavos de
plata. Ayax regaló a Héctor su tahalí de púrpura.
Desde
que Aquiles, el de los pies ligeros, se retiró colérico a su tienda, los héroes
griegos mueren a centenares delante de Héctor, y los troyanos se crecen día por
día, a pesar de las portentosas hazañas del gran Diomedes y la fuerza del
gigantesco Ayax y el valor del prudente Ulises, que habían jurado no regresar a
su patria hasta que en Troya no quedase piedra sobre piedra.
Agamenón,
rey de hombres, comprende al fin que el triunfo no estará de su parte mientras
el terrible Aquiles no vuelva a combatir en sus filas. Y abatiendo su orgullo,
decide ofrecerle nuevamente su amistad, devolviéndole la bella esclava que le
arrebató y el regalo de sus carros de guerra, sus tesoros y lo mejor del botín
que se tome el día en que en las murallas de Troya se rindan. Ayax y Ulises van
a la tienda del héroe a llevar este mensaje, precedidos de dos heraldos.
A la
puerta de su tienda de ramas de abeto encuentran al divino Aquiles, cantando
antiguas hazañas de guerra al son de una lira de plata. Su fiel amigo Patroclo
le escucha en silencio, tendido a su lado en el suelo. El héroe recibe a los
mensajeros, ofreciéndoles las libaciones y los manjares de la hospitalidad.
Después escucha el mensaje de Agamenón, y sin ceder en su cólera responde estas
orgullosas palabras:
-Los presentes
de Agamenón me son odiosos. Soy tan poderoso como él, y para nada quiero la
amistad de su corazón cobarde. Nada haré en favor de los griegos hasta que los
troyanos lleguen en su victoria hasta la puerta misma de mi tienda. ¡Pero ay de
Troya ese día!
Con
estas palabras los mensajeros se retiraron llenos de tristeza a la tienda de
Agamenón, rey de hombres.
Triste
amaneció hoy el día para los griegos. El gran Diomedes, el prudente Ulises y el
mismo Agamenón están heridos por la flecha y la pica. A su alrededor caen
amontonados los mejores soldados de Grecia, y los troyanos, guiados por el
tremolante penacho de Héctor, llegan ya hasta las mismas naves, lanzando teas
ardientes para incendiarias.
Patroclo,
conmovido ante el dolor de sus amigos, penetra en la tienda de Aquiles, que
escucha impasible el fragor del combate. Y derramando ardientes lágrimas le
habla estas aladas palabras:
- ¡Mal
empleas tu valor, cruel Aquiles, cruzándote de brazos ante el dolor de los
nuestros! Sólo la roca y el mar han podido engendrar tu duro corazón. Los
mejores de nuestros héroes están heridos por la aguda flecha y la afilada
lanza. Sólo Ayax resiste aún desde las naves, mientras los otros se revuelcan
de terror ante Héctor, matador de hombres. Queda tú en la tienda si quieres
cumplir tu palabra hasta el fin. Pero déjame a mí tus armas y tu carro; yo me
presentaré con ellos en el combate, y los troyanos, confundiéndome contigo,
retrocederán ante tu espada.
Dijo,
y Aquiles, conmovido por el dolor de su fiel amigo, accedió a ello,
entregándole no sólo sus armas, sino también el mando de sus hombres, los
terribles mirmidones, que, lanzando gritos de júbilo, se aprestan al combate.
Patroclo
toma las armas de Aquiles. Ajústase a las piernas sus grebas de broches de
plata, protege su pecho con la labrada coraza, cuelga de su hombro la fuerte
espada guarnecida de clavos de plata, embraza el ancho escudo y cubre su cabeza
con el brillante casco, empenachado de largas crines de caballo. Sólo deja la
poderosa lanza, que nadie más que Aquiles puede manejar. Y así armado, en el
veloz carro de inmortales caballos, se lanza al combate seguido por los
terribles mirmidones, a tiempo que en las naves griegas comienza a prender el
incendio.
Al
divisar el carro y las armas de Aquiles, el terror se apodera de los troyanos,
que comienzan a huir en todas direcciones, retirándose de las naves y
acogiéndose al amparo de las murallas.
Héctor,
temblando de cólera, grita y combate animando a los suyos y conteniendo el
ímpetu de los mirmidones con su lanza de bronce y su fuerte escudo guarnecido
de pieles de toro.
El
carro de Patroclo atropella a los que huyen; sus gritos y su lanza siembran la
confusión en torno suyo. Los caballos troyanos, desuncidos, relinchan y galopan
desbocados, como los torrentes que se despeñan bramando por las montañas cuando
la tempestad descarga su lluvia sobre la negra tierra,
Sólo
un héroe troyano se atreve a hacer frente a Patroclo, y cae desplomado bajo su
lanza como la encina que se corta en el monte para tallar un mástil de navío.
Corto
y brillante es el triunfo del héroe, que llega en su empuje hasta las mismas
murallas. Un venablo le hiere, y las manos de los dioses desatan las correas de
su armadura.
Por
fin, el carro de Patroclo y el de Héctor se encuentran, y ambos se miran como
el león y el jabalí que en la montaña se disputan un manantial. Pero Patroclo
está herido: sus ojos se ciegan y el casco rueda de su cabeza. Así va a caer,
desarmado, ante la lanza de Héctor, que se hunde en su carne. Patroclo,
derribado en el suelo, pronuncia estas amargas palabras:
-No te
alabes de mi muerte, orgulloso Héctor, que desarmado llegué a tus manos.
Tampoco tú vivirás largo tiempo.
Así
dijo, y la muerte le cubrió con su manto.
Cuando
Aquiles supo por un heraldo la muerte de Patroclo, un gran grito de dolor
estalló en su corazón. Derramó con ambas manos ceniza sobre su cabeza y se
tendió llorando sobre el polvo.
Los
mirmidones llevaron hasta su tienda el cadáver del héroe. Iba desnudo, porque
Héctor, al vencerle, se apoderó, como botín, de su brillante armadura. Aquiles
lloró, poniendo sus manos sobre el pecho del amigo. Mandó poner al fuego un
gran trípode para calentar agua con que lavar la sangre. Lavó el cadáver y lo
ungió con aceite. Después, colocándolo sobre el lecho, lo envolvió con una fina
tela de hilo. Y toda la noche la pasó a su lado.
Al día
siguiente, furioso y terrible como nunca, el divino Aquiles, resplandeciente de
nuevas armas fabricadas por los dioses, entraba en la batalla para vengar la
muerte de su amigo.
El
hermoso Héctor, domador de caballos, acudía al palacio de Príamo para
despedirse de su esposa y de su hijo. Los ancianos y las mujeres lloraban,
presintiendo un día de desgracia para los suyos. También lloraba la hermosa
Helena por la suerte de Héctor, el único héroe que aún no la odiaba por la
desgracia que su funesta belleza había traído sobre Troya.
Pero
Andrómaca, la esposa de Héctor, no estaba en el palacio bordando tapices en
medio de sus esclavas, sino que desde las altas murallas, con su hijo en
brazos, miraba ansiosa hacia el campo de batalla.
Al
encontrarse los esposos se abrazaron tiernamente. Héctor fué a besar a su hijo,
pero el niño, asustado por el brillo de las armas y el tremolante penacho de
crin de caballo, rompió a llorar de miedo, ocultando su cabeza contra el pecho
de su madre. Entonces, olvidados por un momento del horror de la batalla, los
esposos rieron, abrazados sobre el cuerpo del pequeñuelo.
Héctor
se quitó el casco de largas crines, que dejó en el suelo, y tomó en sus brazos
al niño, besándole con ternura. Andrómaca, sonriendo en medio de sus lágrimas,
miraba a su brillante esposo y al niño, tan pequeño en sus brazos, mientras al
otro lado de la muralla corría la sangre de los héroes.
-
¡Desdichado Héctor, esposo mío! -clamaba Andrómaca-. No te atrevas a luchar con
el terrible rey de los mirmidones. Aquiles mató a mi padre en el sitio de
Tebas, y mis siete hermanos han perecido tanibién al empuje de su fuerte lanza.
Ten compasión de tu esposa y de tu hijo, noble Héctor. No salgas hoy al combate;
no te enfrentes con el invulnerable Aquiles, protegido de los dioses.
-Por
la gloria de mi padre y de Troya -respondió Héctor-, no puedo retroceder ante
Aquiles. Presiento que el fin de nuestra ciudad se acerca. Entonces nuestras
mujeres serán condenadas a la esclavitud y nuestros guerreros serán pasto de
los perros junto a las cóncavas naves. ¡Cierre la negra muerte mis ojos antes
de presenciar tanta desdicha!
Y así
diciendo, Héctor se cubrió nuevamente con su casco, y dando el último adiós a Andrómaca
y a su hijo se alejó hacia el campo de batalla.
Muchos
guerreros han perecido ya bajo la lanza del terrible Aquiles. Tantos, que las
aguas del río Escamandro, que desemboca junto a las naves, se desbordan llenas
de sangre. El héroe huye del río desbordado y llega, acorralando a los
troyanos, hasta las mismas murallas. Allí sus ojos se encuentran con los de
Héctor, y Aquiles lanza un alarido de júbilo al ver al matador de Patroclo. Su
lanza es semejante al rayo; su escudo de cinco capas, de oro y bronce, con
abrazaderas de plata, relumbra al sol, y su aspecto sólo es comparable al de
Marte, dios de las batallas.
Héctor
siente desfallecer su fuerte corazón ante el aspecto terrible y deslumbrante
del héroe griego. Da unos pasos atrás, cegado por su esplendor; pero Minerva,
la diosa de los ojos claros, queriendo perderle, se presenta a él revistiendo
la forma de su hermano y le dice estas palabras:
-Animo,
mi buen hermano. Luchemos juntos contra Aquiles.
Héctor,
confortado por la presencia de su hermano, hace frente al héroe divino, y antes
de trabar combate le habla estas aladas palabras
-Escúchame,
brillante Aquiles. Uno de los dos ha de morir aquí. Si la victoria es mía, te
despojaré de tus armas, pero no insultaré tu cadáver, que entregaré a los tuyos
para que lo lloren. Prométeme tú lo mismo y sean los dioses testigos de nuestro
pacto.
Pero,
mirándole con torva faz, respondió Aquiles. el de los pies ligeros:
-No me
hables, Héctor, de pactos que no pueden existir entre tú y yo, como no existen
entre los leones y los hombres, ni entre los lobos y los corderos. Tú morirás
hoy bajo mi lanza y los perros y los buitres destrozarán ignominiosamente tu
cadáver, que arrastraré tres veces alrededor de la tumba de Patroclo.
Y así
diciendo, arrojó con vigoroso impulso su larga lanza; pero Héctor se inclinó a
tiempo, y la lanza de Aquiles se clavó temblando a su lado en el suelo. Minerva
la recogió y se la devolvió a Aquiles sin que Héctor se diera cuenta.
El
troyano lanzó la suya, que se clavó en el escudo del mirmidón, sin alcanzar a
herirle. Volvióse a su hermano para pedirle una nueva lanza, pero su hermano
había desaparecido. Entonces comprendió Héctor que todo había sido un engaño de
los dioses, y que la hora de su muerte se acercaba. Y dispuesto a morir, empuñó
su fuerte espada y se arrojó sobre Aquiles como el águila se lanza impetuosa
desde las nubes sobre su presa en la llanura.
Pero
Aquiles le esperaba a pie firme, y por las junturas de la coraza le hundió su
larga lanza en la garganta. Así cayó Héctor, arañando con sus manos el polvo. Y
habló al vencedor con apagada voz:
-Por
tus padres te lo ruego, divino Aquiles: respeta mi cadáver, entrégalo a los
míos y que los troyanos lo lloren en mi ciudad.
Dicho
esto, la muerte le cubrió con su manto. Y su alma abandonó los miembros,
llorando porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven.
Pero
Aquiles no quiso escuchar su ruego. Le despojó de la ensangrentada armadura y
llamó a los griegos, que acudieron, hiriendo todos el cadáver. Después, con tiras de piel de
buey, le ataron por los pies al carro del vencedor y le arrastraron hasta las
naves, chocando su cabeza contra el suelo y esparcida por el polvo su larga
cabellera.
Desde
las murallas, Andrómaca y sus padres contemplaban el horrible espectáculo,
desganando sus vestiduras y llorando lágrimas desesperadas.
Muchos
días lloró aún Aquiles la muerte de su amigo Patroclo, insultando el cadáver de
Héctor. Pero los dioses, compadecidos del héroe vencido, cuidaban de noche su
cuerpo, lavándolo y cerrando sus heridas.
Por
fin, una noche hasta la tienda de Aquiles llegó el venerable Príamo, pastor de
hombres y padre de Héctor. Y arrojándose a los pies del héroe abrazó sus
rodillas y besó sus manos, suplicándole:
-
¡Apiádate de mi vejez, oh poderoso Aquiles! Acuérdate de tu padre, que tiene la
misma edad que yo, y conmuévete el dolor de un anciano. He engendrado muchos
hijos valientes, que han muerto defendiendo a su ciudad, y el más hermoso de
todos, mi querido Héctor, gloria y sostén de Troya, yace aquí, insepulto, como
un perro, junto a tus naves. Devuélveme su cuerpo para que los troyanos lo
lloren, rindiéndole el culto debido a los héroes. Apiádate de mí, que por amor
de Héctor he hecho lo que ningún otro hombre se atrevería a hacer en la tierra:
besar las manos del matador de mi hijo.
Estas
palabras conmovieron a Aquiles. Y el cadáver de Héctor, envuelto en una valiosa
túnica, fue al fin devuelto a Troya.
Los
troyanos lloraron a gritos, por espacio de nueve días, sobre el cuerpo
destrozado del héroe, cuya cabeza besaba Andrómaca desesperadamente.
Sobre
una inmensa pira, en el campo de batalla, colocaron el cuerpo querido,
prendiendo fuego a la leña. Apagaron luego con negro vino la llama y recogieron
los blancos huesos y las cenizas en una urna de oro cubierta de púrpura. Y llorando
lo volvieron en hombros a la ciudad.
Así
celebraron los troyanos las honras de Héctor, domador de caballos.
CUESTIONARIO
DE REFLEXION
Lee cuidadosamente y resuelve el
siguiente cuestionario en tu cuaderno, teniendo en cuenta la relación pregunta
respuesta.
1. Consulta datos
biográficos de homero?
2. Escribe el tema central del texto? explica
3. Nombra y describe física y psicológicamente los dos
héroes más
2. ¿Qué hecho motiva el que
Aquiles se retire del combate?
3. Nombra los dioses que
están a favor de los griegos.
4. Cuál es la causa de la
guerra de troya -
5 .-¿Qué sucede entre Paris
y Menelao?
6. Qué papel juegan
los dioses en la obra? ejemplifica
7. ¿A quién envía Agamenón
a la tienda de Aquiles y con qué fin?
8. ¿Quién utiliza las
armas de Aquiles en el combate?
9. Cuál fue la
actitud de Aquiles después de escuchar el mensaje de Agamenón
11. Describe la despedida de
Héctor y Andrómaca
12. Por qué Patroclo decide
entrar en la batalla? y a quién representa?
13. Con quién se enfrenta Patroclo
14 Qué promesa hacen los
combatientes en caso que alguno de los guerreros muera?
15. ¿Cómo muere Patroclo?
15. Qué actitud toma Aquiles frente a la muerte de su amigo?
16. Por qué Aquiles decide
tomar las armas y combatir en la guerra?
17 Con quien se enfrenta
Aquiles después de la muerte de su mejor amigo?
18. Cómo termina el
enfrentamiento entre Héctor y Aquiles?
19 .Cumple Aquiles el pacto
de los combatientes?
20. Quién intercede para que
devuelvan el cuerpo de Héctor a sus filas?
21. ¿Quién consigue
finalmente que Aquiles vuelva a la lucha?
22. ¿Qué valores y
antivalores encuentras en el texto? Argumenta.
23. Consulta acerca de la
bella esclava Briceida
24. Qué opinas de la
situación de la mujer como botín de guerra.
25 .Que opinas sobre los
combates del mundo griego y los enfrentamientos
de mundo actual? Argumenta.
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